Ángeles Mastretta

 Maite Aranda

El primer libro de esta autora que llegó a mis manos fue «Mujeres de ojos grandes»,

regalo de una gran amiga. Desde entonces he seguido leyendo a Ángeles Mastretta

casi con fervor.

Lo que me admira de esta escritora es cómo enreda sus historias, sean relatos cortos

o novelas, desde sus ojos grandes y abiertos a las vidas de las mujeres de México,

especialmente de aquellas antepasadas de Puebla, lugar donde ella nació, y en las

que la realidad y la ficción se entremezclan de manera tan ágil, con un lenguaje tan

cercano como preciso, que consigues vibrar y emocionarte con sus jolgorios, sus

desdichas y con la sabiduría que traen desde siempre.  Es tan maravillosa y asombrosa

su manera de encontrar en lo cercano, en lo propio, una bella historia que contar, lo

que hace de Mastretta una escritora tan pegada a lo más real de la vida, la de ayer y la de

hoy, porque las emociones que transmite son imperecederas. Es una escritora que

sigue la tradición de la literatura latinoamericana de la mitad del siglo XX, pero apostando

por aflorar y dignificar la figura de aquellas mujeres que nunca parecieron protagonizar

casi nada, ni sus propias vidas.

Bibliografía

Entre su bibliografía se encuentran otros títulos como éstos: «Arráncame la vida», «Maridos», «Mal de amores», «Paraíso inhabitado», «El Cielo de los Leones», «Puerto libre», siendo este último es una recopilación de reflexiones en forma de prosa poética.



Fragmentos.

En el primer capítulo de «Puerto libre», llamado Abrir un puerto, la autora explica su finalidad:

¿Qué lugares serán nuestros puertos libres? ¿Cuáles los sitios por los que nuestra imaginación, nuestros deseos, nuestra necesidad de embrujos y abalorios deberán cursar para ganarle a la vida algo mejor que la realidad? Quién sabe. Hemos de buscar el azar que nos regale otros refugios, otros territorios para la inocencia y el riesgo, la fiereza y los desvaríos

Y del relato que da título al libro «Mujeres de ojos grandes», sus últimos párrafos:

Una mañana, sin saber la causa, iluminada sólo por los fantasmas de su corazón, se

acercó a la niña y empezó a contarle las historias de sus antepasadas. Quiénes habían

sido, qué mujeres tejieron sus vidas con qué hombres antes de que la boca y el ombligo

de su hija se anudaran a ella. De qué estaban hechas, cuántos trabajos habían pasado,

qué penas y jolgorios traía ella como herencia. Quiénes sembraron con intrepidez y fantasías

la vida que le tocaba prolongar.

Durante días recordó, imaginó, inventó. Cada minuto de cada hora disponible habló

sin tregua en el oído de su hija. Por fin, al atardecer de un jueves, mientras contaba

implacable alguna historia, su hija abrió los ojos y la miró ávida y desafiante, como sería

el resto de su larga existencia.

El marido de tía Jose dio las gracias a los médicos, los médicos dieron las gracias a los

adelantos de su ciencia, la tía abrazó a su niña y salió del hospital sin decir una palabra.

Sólo ella sabía a quienes agradecer la vida de su hija. Sólo ella supo siempre que ninguna

ciencia fue capaz de mover tanto, como la escondida en los ásperos y sutiles hallazgos

de otras mujeres con los ojos grandes.



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